Llegó a recogerme media hora más tarde en moto y con un casco para mí. Me costó Dios y ayuda abrochármelo, tanto que hasta me planteé atarlo con un lazo y cuando por fin lo logré me di cuenta que era tan colosalmente grande que a Ernesto Sevilla le hubiera bailado en el cogote. 5 minutos eternos peleando con el broche de un casco delante de un chico en una primera cita no es el mejor de los principios. Y que él te deje batallando con el casco sin decirte que sólo le encajaría a una Bratz tampoco. Seguir otros 5 minutos intentando ajustarlo me pareció insufrible porque además él tampoco hizo un intento de aligerar el asunto. Así que confié en que no se cruzara ningún gato en su camino para no salir disparada. Me subí a la moto y arrancó. Un minuto después me di cuenta de lo que se me venía encima: el casco se sale. Me cago en la Física, en Newton y concretamente en la Ley de Inercia. Esos 5 minutos de intenso bochorno intentando ajustar la cinta hubieran sido insignificantes comparados con los 10 que tuve que ir agarrándome a dos manos y sin disimulo el casco como si hubiera tenido la feliz idea de llevar pamela en Tarifa
Esto sólo fue el principio. Me llevó a un restaurante muy mono. Que estaba vacío. Estaba vacío cuando entramos y seguía vacío cuando salimos. Aquello parecía una cita de “Hombres, Mujeres y Viceversa”. No puede ir a peor. Puede. La Ley de Murphy tiene unas bases tan sólidas como la de
La conversación iba y venía hasta que llegó el 3º en discordia: el Iphone 4. Lo tenía desde hacía 48 h. Nunca subestimes el poder de un Smartphone. Puedes tener más curvas, pero no podrás competir con sus aplicaciones. Ese teléfono superdotado es el enemigo público número uno de las primeras citas. En cuestión de minutos me hizo una demostración a la Thermomix: artículos que yo había escrito fueron apareciendo, hizo un croquis de cómo llegar desde la mesita del restaurante “Hombres, Mujeres y Viceversa” hasta la caseta de mi familia en la Feria pasando Despeñaperros al fondo a la derecha, y enseñó sin pudor entradas de blogs dónde aparecía. ¿Para esto me expongo a una muerte accidental? Hubiera sido más seguro pedirme mi nombre y apellido y quedar con su Iphone.
Llegaron los postres y con ellos nos invitaron a un chupito. Uno de esos letales que serían capaz de tumbar a Bud Spencer si se lo bebe de un trago. Le di un sorbo y sentí mi cerebro como el de Einsten: flotando en formol, alcoholizado. A estas alturas estábamos en el quesito rosa: películas. Concretamente con El jovencito Frankstein. “¿La has visto en versión original?” “No, la ví cuando era pequeña, en Inglés.”” ¿Y cómo crees que es en versión original, en Transilvano?” Vale, ya he quedado como una idiota, pero ese bendito chupito ha anulado mi capacidad de sentir vergüenza.
Volvimos a la moto y al casco pamela. Y fuimos a uno de eso locales de toda la vida dónde Ava Gadner y Orson Welles compartían cócteles con los Dominguín. Ahora lo frecuentan señores de la edad de mi abuelo rodeados de señoritas. Que es muy de agradecer porque el panorama te da conversación para rato. Y llegó la palabra maldita: bechamel. Se abrió el debate de la pronunciación. Él defiende que hay que pronunciarlo a la francesa; yo que como se lee, que la RAE te deja y no te mira mal. Él todo lo duda, y yo pienso: ¿Por qué no lo dejamos estar? Si la RAE te deja decir “cocreta” y hasta lo enmarca en el diccionario. Sacó al chivato y puso la palabra de la discordia. “Esta definición viene con
Soy una cateta de 1G.