lunes, 8 de agosto de 2011

Las chicas que daban miedo: cosas que no te dijeron cuando te hablaron de igualdad

Doy miedo. Soy una mezcla entre el hombre del saco y Jack Nicholson. Un susto de muerte. Si fuera verbo no podría definirme en uno sólo; sería una mezcla entre espeluznar y aterrorizar. Algo así cómo espeluzrrizar o aterroluznar. No sé cuál me gusta más, la verdad.

Doy miedo a los hombres. Pero mi especialidad son las novias. A ellos les dan más miedo ellas, así que en La Lista Oficial de Cosas que dan miedo a los hombres, estoy en el puesto 33. En la lista de dar miedo a novias todavía me queda mucho para llegar a ser como C.M. C.M. dio tanto miedo a una novia que ésta encerró a su novio durante 3 años en el cuartito del hueco de la escalera. Lo alimentaba con lonchas de jamón york que le pasaba por debajo de la puerta. Para que no se deshidratara le deslizaba flases descongelados. El novio tenía tanto miedo que nunca dijo ni mú. Algo habría hecho, pero C.M. no se pronunció al respecto en la rueda de prensa. Cuando por fin se le pasó el miedo a la novia y lo sacó del cuartito de debajo de la escalera estaba tan delgado que “no reconoció como el hombre que había sido”. Le dejó sin ni siquiera un “vamos a darnos un tiempo”, ni un mísero “la culpa es mía, no tuya”. “Te dejo”, dio media vuelta y desapareció. Tanto miedo para nada.

El primero en darse cuenta de que iba a dar miedo fue mi abuelo. “P.”, me dijo un día, “vas a dar miedo. Una niña no puede saberse al dedillo la Liga; no puede saltar de alegría cuando El último guerrero le chafa el cráneo a Hulk Hogan; no puede querer siempre jugar a los médicos con los niños. Pero lo que realmente me preocupa es que nunca digas la verdad cuando juegas al mentiroso”. Mi abuelo me dejó por imposible cuando descubrió que en El conejo de la suerte, daba besos de tornillo con los brackets. “No tienes remedio” y dejó el tema.

Gané el Concurso de Belleza del colegio con 14 años. Asusté a la favorita: un bellezón pelirrojo de 17. Me pilló in fraganti con su novio, un tipo pintón del último curso, jugando a la consola, comiendo pizza y bebiendo cocacola con cafeína. Ella iba a su casa a ayudarle con un exámen de matemáticas. Le dí tanto miedo que se quedó sin pecas. Sus padres tuvieron que cambiarle de colegio y él suspendió el exámen.

M.O. consiguió no darle miedo a un chico. Fueron novios oficiales durante un breve tiempo. Lo que tardó él en llevarla a la Cena de amigos y novias”. En el primer plato el colectivo de novias fue agradable y no parecía desconfiar de la caída de pestañas de M.O. En el segundo plato intentaron entablar camaradería apelando a “cosas de chicas” de la infancia. Empezaron a mirarla de reojo cuando reconoció no haber llorado con Candy Candy, ni haber empezado el álbum de Barbie. M.O. sólo había intercambiado cromos de La Pandilla Basura y la Liga en los recreos. En los postres empezaron las historias socarronas. A la altura de la primera copa M.O. ya había contado más chistes de rubias que cualquiera de los novios. Esto motivó una reunión urgente del Sindicato de Novias y su expulsión inmediata del colectivo. Cientos de novios asustados secundaron la cesión. Por supuesto todos los asistentes a la “Cena de amigos y novias” votaron a favor.

Dar miedo no es ni bueno ni malo. Es como ser el gracioso del grupo o el tonto del pueblo. Lo eres y punto. No hay ningún problema si tu entorno lo asimila. En mi casa la evidencia vino en forma de novio. De novio de mi madre. Todo iba sobre ruedas hasta que nos juntaron en una comida familiar. Asusté a sus hijos: comí más hamburguesas que ellos y dije el abecedario eructando del derecho y del revés de carrerilla. Varias veces. “Papá”, dijo mi madre, “la niña da miedo”. “Te lo dije”, sentenció mi abuelo.

El puesto nº1 en dar miedo a un hombre lo ostenta A.R. Tras varias miradas él fue capaz de acercarse a ella e invitarla a una copa. Que A.R. bebiera whiskey sólo no pareció medrarle. A.R. le contó que no soñaba con una boda de blanco, ni niños corriendo por el jardín y que no creía en el amor eterno. Creyó que era su noche de suerte. Cuando A.R. le contó a cuántas personas tenía a su cargo a sus 30 años, y que en unos meses tendría que marcharse a abrir la filial de su empresa en Panamá, él empezó a dudar de su hombría. Lo terminó de rematar en la primera cita, cuando descubrió que A.R., como los hombres, era incapaz de hacer dos cosas a la vez. Perdió el habla durante meses.